Me urgía encontrar trabajo. No era fácil, joven, pero poca experiencia. Había trabajado aquí y allá y hubo largos períodos de cesantía.
Al fin conseguí una entrevista en un prestigioso estudio de arquitectos. Preparé mis bocetos, planos y mi poca experiencia en una ordenada carpeta. Según yo, no debería irme mal, pues no pedían experiencia previa. Era un estudio joven, aunque en poco tiempo se había hecho un nombre en el mundo de la arquitectura.
El día llegó y yo, con mi mejor traje, llegué diez minutos antes. Pasados veinte minutos, la secretaria me hizo pasar a una oficina. Abrió tan rápido la puerta que no alcancé a leer el nombre en la placa. Sentada a un escritorio estaba una mujer joven, parecía más joven que yo. Estaba mirando mi currículum y apenas levantó la vista para indicarme una silla donde sentarme.
No me sentí muy cómodo, algo me decía que no me iría bien. Sin levantar la mirada me resumió el trabajo del estudio y lo que se esperaba del candidato al que contrataran. Le tendí mi flamante carpeta y la miró pero no la abrió, la dejó a un lado y puso mi currículum encima.
Siguió viendo unos papeles y de repente se dio cuenta de que yo seguía ahí; me dijo que estaban entrevistando a otras personas y que me avisarían en caso de sí o de no. Y sin más palabras, me despidió al tomar el teléfono.
Me fui algo frustrado, no me hizo ninguna pregunta, en realidad, casi no me miró. ¿Cómo elegiría a la persona para el puesto?
En fin, con el ánimo por el suelo, me fui con la sensación de haber perdido otra batalla.
Di un par de vueltas para calmarme, y decidí almorzar en un café restaurante pequeño que encontré después de caminar un tramo.
Entré y me senté al fondo, no quería encontrarme con nadie conocido, quería ser invisible en ese momento. Además, desde allí podía entretenerme mirando a los comensales . Era hora de colación, así que empezaron a llegar grupitos a sentarse en diferentes partes. Y entonces la vi; la mujer que me había entrevistado. Entró conversando y riendo con tres compañeros.
Tomaron asiento en una mesa cercana. Me vio, estoy seguro, un segundo su mirada se detuvo en mí y siguió hablando con sus compañeros mientras tomaba asiento. Quedó a mi vista, pero en ningún momento miró hacia donde estaba yo.
Me sentí mal, no sabía por qué. Había estado en la oficina de esa mujer por lo menos diez minutos y era como si nunca me hubiera visto.
Recordé que casi no me miró, que nunca pronunció mi nombre, ni tampoco se presentó.
Y ahí estaba, compartiendo un ameno almuerzo con sus colegas, hablando y riendo como se hace con los conocidos.
Y ahí lo supe . Lo que me había frustrado y me había hecho poner hasta mal genio.
Su indiferencia. Sí, esa indiferencia con la que me trató toda la entrevista e incluso ahora.
Eso definitivamente echó a perder mi día.
Nunca supe quién era realmente, pues a los pocos días recibí un correo diciéndome que no había sido elegido. Otra frustración.
No dejo de pensar qué hubiera pasado si me hubieran dado el trabajo y tuviera que verla todos los días.
¿Me vería? ¿Se aprendería mi nombre? ¿Tendría que trabajar con ella?
En fin, me quedé sin respuestas; sólo con su indiferencia y sin trabajo.