Sin duda, las decisiones inteligentes sobre cuestiones alimentarias son fundamentales para una vida longeva, sana y rejuvenecedora; pero hasta las mejores elecciones pueden avejentarnos si las aplicamos de manera ortodoxa. No hace mucho, una persona me dijo: "La fruta tiene demasiada azúcar, y los cereales demasiado almidón. La carne produce ácido y los frutos secos son demasiado ricos en grasas. Los productos lácteos me producen acidez y las legumbres, gases." Había un aire terminante en su decir, como si fuera a acabar con un "¡Así que....!" Yo le pregunté: "¿Entonces sólo come ensaladas y algas?" Y ella me respondió con total seriedad: "No. Como todo es malo, como lo que quiero."
Sé que tú no eres así, y aunque yo soy muy rara con la comida, no creo que llegue a serlo tanto. En efecto, hay cosas que no como casi nunca y otras que ni siquiera pruebo; es una decisión que cada una de nosotras es libre de tomar. Sin embargo, el fantasma del radicalismo domina esta sociedad que abunda en alimentos y en un sentimiento de culpa respecto a esta abundancia; esto hace que la hora de la comida deje de ser un mero placer para convertirse en una experiencia terrible y compleja.
¿La conclusión de todo esto? Come bien. Come mejor que nunca. Mira tu cuerpo como un templo y la comida como una ofrenda que le haces. Pero no te pases. Considera tus comidas como momentos especiales y regalos especiales. No comes para hacerte daño, ni para cumplir con el sistema, ni para impresionar a los demás; comes para hacerte más fuerte y sentirte más joven, y para vivir bien y hacer cosas estupendas.
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