miércoles, 14 de febrero de 2007

Freddy Krugger vs. San Valentín




A lo mejor con el artículo anterior pensaron que no creía yo en el amor.... y por supuesto que sí, ahora, que no me vaya muy bien en ese tema es otro cuento, jajajaja.
Les transcribo un artículo que salió en una revista femenina ayer, a propósito del día de San Valentín. Me identificó bastante y creo que tiene mucha razón, por eso lo escribo y ustedes dirán. Es largo, pero vale la pena leerlo enterito.


¿Vale la pena tanto sufrimiento? ¿Vale la pena vivir con el corazón a punto de salirse por la boca? ¿Vale la pena tener la guata apretada las 16 horas del día que paso despierta? ¿Vale la pena tanta angustia por un hombre?
Sí, creo yo. Creo que vale la pena subirse a la montaña rusa emocional sin fin que significa estar involucrándome de a poco con este hombre.
El hombre en cuestión es complicado, contradictorio, enrollado y algo me dice que me usa como rueditas de entrenamiento, como esas que se les ponen a los niños en las bicicletas para aprender a andar, hasta que agarran confianza en la bici. Soy una ruedita chica pegada en el corazoncito de este hombre, que está reticente a enamorarse, que quiere volver a creer en las mujeres, pero que no se atreve todavía. Sé que en esta relación llevo todas las de perder, y no quiero escuchar las advertencias. Quiero lanzarme al vacío y ver qué pasa. Quiero apostar: poner todas las fichas en el mismo número. No importa que me arriesgue a perderlo todo. Prefiero jugar así, al límite, porque cabe la posibilidad de que algo gane. Aunque sea sólo una quebradura más de corazón. A estas alturas está tan aporreado, que un moretón más o uno menos no haría la diferencia. Sí, sería distinto si consigo quedarme con él. Por esa exacta posibilidad de éxito es que me atrevo a jugármela ciento por ciento. Porque sería un gran triunfo.
Prefiero vivir este día de los enamorados así, asustada, entre el romanticismo de San Valentín y el pánico de que el sueño se convierta en pesadilla y llegue Freddy Krugger a echar a perder este relativo orden romántico en que estoy inmersa. Quiero tantas cosas. Quiero tomarle la mano a este hombre y sentir que está ahí, conmigo; y no tener la certeza de que su corazón anda en otra parte, haciéndose curaciones, sacándose los puntos, intentando sanarse. Quiero que me quiera. Que se despierte pensando en mí. Que yo sea la primera voz que espera escuchar en las mañanas, que se prepare el café y tenga ganas de contarme lo que soñó la noche anterior. Que seamos cómplices y un gesto privado, en público, sea tan efectivo como una broma elaborada. Quiero que caigamos en todas las cursilerías que se usan entre las parejas: que me diga que soy su mujer, que se ponga celoso cuando alguien me llama o me mira más de la cuenta, que una vez me haga un escándalo o que diga que tiene miedo de perderme. Quiero estar inmersa en uno de esos amores que te cambian, que cuando se acaban nunca eres la misma. Quiero sentir cosas. Evidentemente preferiría que no sea el desengaño lo que me mueva después de esta aventura, pero, demonios, si hay que pasarlo mal, para eso estamos.
Para sufrir, reírse, disfrutar. Quiero que la relación tenga un nombre. Quiero saber si somos novios, amigos con ventaja, ex amistosos, amantes, el amor de su vida que dejó pasar. Quiero tener una etiqueta en la frente: esta es xxxxx y para mí significa....
Este año no quiero flores ni chocolates, ni una cena a la luz de las velas ni una noche en un hotel, con pétalos de rosas en el suelo. Quiero, simplemente, que se despeje el panorama. ¿Esta relación es dominada por el santo del amor o por el emblema de las pesadillas? ¿Seguimos con el fantasma de la ex al medio o ya logramos exorcizarla? ¿ O soy demasiado preguntona?


Consuelo Aldunate (31, Revista Ya, El Mercurio)

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