sábado, 3 de febrero de 2007

A Melissa en sus 21 años


Melissa:
Ya lo sé, tienes mil excusas para comportarte como lo haces. Si no te tomas el trabajo de ser convivible, si desarticulas mi vida cotidiana, si te conduces de modo anárquico y desordenado, si rompes todo a tu alrededor, tanto los objetos como los impulsos... es porque eres joven. Es difícil ser joven, lo recuerdo muy bien.
Siempre me pareció estúpida la leyenda de “los años más bellos de la vida”. Los únicos “años bellos” son esos en los que uno se encuentra bien consigo mismo, cómodo con su personaje. Hace falta un largo tramo de vida adulta para llegar a eso: el encuentro consigo mismo.
Todo el mundo les envidia tener 21 años, y sin embargo, nada es más desasosegante y complicado. Se dice que los jóvenes son hermosos: están llenos de complejos. Se les atribuye el entusiasmo del impulso: rumian preguntas y vacilaciones. Se los cree libres de preocupaciones: sus angustias existenciales se multiplican en el umbral de la vida activa. Sólo se calmarán mucho más tarde, cuando el hámster se haya acostumbrado a la rueda.
En cuanto al Amor... ustedes lo buscan, creen en él, pero apenas conocen sus alegrías. Mucho más a menudo saben de sus penas, sus frustraciones y decepciones.
¡Me enterneces verdaderamente con tus complejos, tus dudas, tus suspiros, tus cambios y tus “estupideces”!
He aquí que recomienzo a actuar como la madre de gran corazón. He aquí que te estoy encontrando excusas. Una vez expresados mis reproches, mis fastidios, mis inquietudes, mis decepciones, mis frustraciones, tengo la impresión de estar liberada.
Me he sacado la cólera de encima y me doy cuenta de que casi ya no estoy enojada contigo. He envejecido, soy menos joven en mi manera de ser tu madre, pero nuestras relaciones pueden mejorar todavía. Sólo para establecer una relación de buena calidad... se necesitan dos. Dos que lo deseen, primero. Dos que se ocupen, después. Dos para devolverse la pelota de la ternura. Una cosa es cierta: en lo que me concierne, he dejado de paletear sola contra el muro de tu indiferencia. Esperaré pues, para volver a tejer los vínculos por un momento distendidos, a que tú lo desees.
Para que tengamos una oportunidad de reencontrarnos, es necesario que madures un poco. Que descubras – sin que me sea necesario sugerírtelo y menos aún imponértelo – que la ternura es un valor seguro que permite dar placer a otro sin más razón que el deseo de darle placer. No una ternura de niño, siempre más o menos interesada, sino la verdadera ternura de una persona mayor. Entre una madre y un hijo adulto, dicha ternura puede tener un sabor exquisito.
Todavía tenemos delante de nosotros una veintena de años en los que podremos aprovechar esta relación. Después estaré en mi última curva, tendré los cabellos demasiado blancos y el corazón demasiado frágil como para que nos comportemos del todo de igual a igual. Mi debilidad romperá el equilibrio de nuestras relaciones de fuerza. Es ahora, pronto, muy rápido, cuando tengo verdaderamente ganas de ser tu amiga. Quizás nunca experimentes la necesidad o el deseo de serlo. Esto sucede más a menudo de lo que se piensa: los adultos “olvidan” a sus padres.
Y estoy persuadida de que eso no sólo les sucede a los “malos” padres. Conozco una vieja dama tierna y devota, amante, acogedora, autónoma, que ve a su hijo sólo una vez por año , más o menos. Jamás supo por qué; él sin duda tampoco. Uno elige a sus padres, dicen, nosotros no elegimos a nuestros hijos. Puesto que deseo que te vuelvas adulta y responsable, asumo también la posibilidad de que elijas olvidarme. En ese caso me esforzaré porque no nos llenemos de culpa, ni tú ni yo.
Cualquiera que sea nuestro futuro, quiero que sepas solamente que guardaré un maravilloso recuerdo de tu vida.
¿Y tú?

15 de enero de 2007

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